Hay sonidos que definen una
ciudad, y el de los tranvías de Lisboa es uno de ellos. Ese traqueteo metálico
que resuena entre calles empedradas, el crujir de los raíles en las cuestas
imposibles y el tintineo de las campanas forman parte del alma lisboeta.
Hay imágenes que definen una ciudad, y desde principios del siglo XX, los tranvías recorren las colinas de la ciudad, subiendo y bajando por Alfama, Graca, Baixa o Estrela, en cada trayecto, convirtiéndose en emblema de modernidad entonces y orgullo urbano en la actualidad.
Hay elementos que definen una ciudad, y hoy, esos viejos tranvías
amarillos, de madera y metal, sobreviven al paso del tiempo como auténticas
reliquias en movimiento. Imposible olvidar un trayecto en el famoso eléctrico
28, que serpentea entre miradores, iglesias y callejuelas tan estrechas que
parece que las casas lo rozan con los codos. O la imagen del conductor
bajándose en la plaza Luis de Camoes con una manivela para cambiar el trazado
de un carril y cambiar de vía.
Cada chirrido del freno, cada
curva cerrada, cada pasajero que se sujeta al pasamanos mientras el Atlántico
brilla al fondo, nos recuerda que esta la Lisboa melancólica, luminosa y eterna
se sigue moviendo al ritmo de sus raíles.






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