Lisboa, la capital de Portugal, engancha
desde el primer momento con su mezcla única de historia, luz y “saudade” por
tiempos pasados. Lisboa tiene un encanto especial, una belleza melancólica que
nace de su aire ligeramente decadente. Fachadas desconchadas, tranvías
veteranos y edificios que conservan las huellas del tiempo le dan una
personalidad única. Lejos de restar atractivo, esta mezcla de historia y vida
cotidiana convierte a la ciudad en un lugar auténtico y lleno de alma. Construida
sobre siete colinas, regala miradores espectaculares desde los que contemplar
el Tajo y sus tejados. Pasear por barrios como Alfama o Bairro Alto es perderse
entre calles empedradas, tranvías amarillos y fachadas cubiertas de azulejos.
La Torre de Belém, el Monasterio
de los Jerónimos, la Praça do Comércio, el castillo de San Jorge, los funiculares, el Elevador de Santa Justa...
Y esos mosaicos en blanco y negro que decoran aceras y plazas: auténticas
alfombras de piedra que dibujan formas ondulantes y geométricas, creando un
paseo lleno de elegancia y encanto.
Lisboa también conquista por el
paladar. Además de los célebres pastéis de nata, es un placer saborear los
crujientes pasteles de bacalao, muchas veces rellenos de queso, y brindar con
un vasito de licor de guinda, la tradicional ginjinha, de las pequeñas tabernas
del centro histórico.
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