Si algo da realmente miedo a
finales de octubre, no son los vampiros ni los fantasmas…
Pasear por las calles en estos
días es casi como asistir a una exposición inesperada dedicada al arte del
miedo. Los escaparates, dispuestos a sorprender al transeúnte, despliegan un
encanto particular que oscila entre lo inquietante y lo… entrañablemente
improvisado.
Qué privilegio recorrer las
calles en estas fechas y asistir, sin necesidad de invitación ni copa de
bienvenida, a la exhibición artística más sofisticadamente aterradora del año.
No hay mayor deleite estético que
contemplar ese naranja fosforescente (color sutil donde los haya), combinado
con telas de araña dignas de haber sido adquiridas en la sección “terror al por
mayor”.
Hay escaparates que han llevado
el concepto de “terror” a su máxima expresión. No por los monstruos, sino por
la composición visual: objetos sin relación entre ellos, colocados con el
entusiasmo creativo de quien ha abierto la caja de decoraciones y ha decidido
que todo merece ser expuesto. Una oda al “total, Halloween es una vez al año”.
Esas calabazas de plástico, esos
esqueletos que cuelgan entre bufandas y bolsos, fármacos o productos de
estética, como si hubieran intentado combinar accesorios antes de
descomponerse.
Agradezcamos este festival
estético del sobresalto, que nos recuerda que se puede hacer mejor, o peor.





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