Cada año un color distinto es protagonista, convencidos de que el espíritu navideño podía ser tanto rojo y verde como azul y plata o cualquier otra combinación. El mantel sujetaba el color elegido y el encargado de acoger toda la magia: los platos, las copas, los cubiertos, los adornos… Las servilletas, en cambio, eran pura ilusión ¿irán dobladas en forma de abanico?, ¿de pequeño sobre?, ¿anudadas con una ramita de romero?, ¿invitadas a lucir un servilletero?
Han puesto platos de porcelana con ribetes dorados con cierto aire regio, como recordándoles que la tradición era un traje que siempre quedaba bien, elegantes y solemnes. Otros años platos rústicos de barro, humildes y cálidos, acordes con el pesebre; platos de cristal azul, que llenaban la mesa de una elegancia fría, casi mágica o desenfadados platos blancos con estrellas rojas y a los niños les decían que eran “los favoritos de Papá Noel”. Incluso los ámbar de "duralex", que evocan hogar, cotidianidad, memoria y una calidez que ya casi no existe en la vajilla moderna. Cualquier noche colocan hasta los transparentes.
Alinean los cubiertos, las
copas brillan, y adaptan los centros de mesa al estilo elegido: piñas y
materiales naturales si reinaba el barro, velas altas si los dorados tomaban el
control, pequeñas luces si el cristal azul quería brillar...
A veces parecía un rincón del bosque, con piñas, ramas y luces cálidas; otras, un pequeño universo de estrellas doradas y cristal; incluso hubo un año en que decidieron homenajear a los viajes familiares y usaron adornos que habían traído de media Europa. Pero siempre transmitía lo mismo: la alegría de estar juntos.
Cuando todo esté colocado, la familia dará un paso atrás para contemplar el conjunto. La mesa no solo estará bonita, estará llena de personalidad, de recuerdos de otras Nochebuenas.

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