Hay lugares que no necesitan del
Adviento para brillar más. El Café de Levante es uno de ellos, y en los veladores de la calle,
a pesar de la fría noche que envolvía a Zaragoza, aún quedaba una persona sentada, resguardada entre sus ropas de abrigo plantando cara
al cierzo de la calle Almagro. La vidriera del Café brillaba como un refugio
cálido con sus detalles y curvas modernistas y un suave resplandor que invita a
entrar y dejar el frio fuera.
Veía cómo servían
vasos blancos y humeantes, cómo llegaban raciones de tortilla jugosa, cómo se
repartían las tapas clásicas del "Café", granizados, churros y torrijas, en un ambiente que se
acoplaba al invierno. Cada vez que se abre la puerta escucha el rumor
acogedor de cucharillas, el murmullo de conversaciones y el olor a bebidas
calientes y a leche merengada.
Solo tenía que entrar y disfrutar.
Pero el Adviento es tiempo de espera; y en su calendario hoy tocaba seguir
esperando. No sabemos si aguardaba a alguien o a algo. Tranquila, inmóvil,
abrigada contra el cierzo, tenía la esencia misma del Adviento: esperar con
calma, con esperanza. Quizá esperaba a un amigo que llegaba tarde, quizá un
encuentro que llevaba tiempo deseando, quizá una noticia.; O nada; simplemente
esperaba que llegara un momento especial, ese que a veces solo ocurre cuando
uno se detiene, esperando una llamada, una compañía, una respuesta, o un cambio
que sabemos que llegará, aunque no sepamos cuándo.

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