El sol de agosto ya caía a plomo
sobre los adoquines de la Plaza Mayor cuando ella abrió las contraventanas
blancas de su pequeño apartamento turístico. Vestida con un vaporoso vestido de
lino, descalza, salió al balcón con la calma de quien no tiene prisa.
Madrid comenzaba a desperezarse
como cada día, pero con ese ritmo lento que solo permite el verano.
Los camareros arrastraban las
sillas metálicas sobre el empedrado, preparando las terrazas bajo los
soportales. Un niño perseguía a las palomas, que levantaban el vuelo con
desgana, como si ni siquiera las aves tuvieran fuerza para volar tan temprano.
Un artista callejero comenzaba a colocar sus láminas en el suelo, sujetándolas
con piedras, murmullo de idiomas mezclados, en el tintinear de tazas de
porcelana y cucharillas que llegaba desde la cafetería de abajo. El aire olía a café recién
hecho y a pan tostado. A ciudad que despierta con calma, sin sobresaltos.
—Mamá, estoy en Madrid. En la
Plaza Mayor. Desde este balcón se ve preciosa —dijo, con una sonrisa que la
otra, aunque a cientos de kilómetros, pudo intuir perfectamente.
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