Una comida, entre familiares,
amigos, compañeros, siempre es motivo de celebración. Ahora mismo, invitar a
comer a alguien, supone todo un ejercicio de tolerancia, paciencia, generosidad,
y esfuerzo, sobre todo si es plato único, como puede ser una gran paella.
Tiempo atrás estaba el que no le gustaba algo. Ya sabes que pasaba (que no se si sigue pasando) con “las lentejas”. Ahora no; si invitas a alguien a comer tienes que preguntar gustos, si lleva cebolla, intolerancias, o el seguimiento de “dietas ideológicas”. De momento en la familia no tenemos ningún musulmán o judío; todo se andará, acuérdate de la película francesa “Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho?". Un compañero de trabajo se ha hecho judío y ya nos pide dieta kosher cuando nos juntamos; y eso que trabajamos en una fundación de la iglesia católica.
Volvamos a la paella. Tenemos
celiacos (esto que es una cruz), diabéticos, intolerantes a los frutos secos,
vegetarianos y una vegana. Se hicieron dos paellas, una de marisco y otra solo
con vegetales para los “de la ideología gastronómica” y se estuvo al tanto de
que la pastilla de los caldos y el colorante no contuviera gluten. Y como a todos
les gustaba la paella, los cocineros se sentían triunfante mientras servían.
Hasta que alguien pregunta “¿lleva tomate?”
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