En Biarritz, el verano es una coreografía de luz, agua
salada y libertad.
En la playa del Puerto Viejo de Biarritz el tiempo no se
mide en horas, sino en chapuzones, en toallas tendidas al sol y en la espera
paciente del siguiente salto.
Un niño vuela suspendido en el aire, con los brazos abiertos
como si quisiera abrazar al mar. Un salto que no mide el riesgo, sino las
ganas. El vértigo de los dieciséis años no conoce aún el miedo. Otros esperan
su turno, como si en ese pequeño ritual de lanzarse desde el muro se jugara
algo más que un chapuzón: el derecho a pertenecer al verano. Abajo, el agua los
recibe a todos por igual
Y de fondo, como un centinela de piedra, el Rocher de la Vierge enmarca la escena, con su puente metálico que parece flotar sobre el mar y su estatua blanca mirando al horizonte.
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