La peregrina había recorrido ya
muchos kilómetros desde Cóbreces aquel día. El empedrado de las cuestas de
Comillas se le hacía duro bajo las botas, y al doblar la esquina de la iglesia
de San Pedro, buscó un rincón donde descansar. Se sentó en la piedra húmeda,
dejó el paraguas de cuadro escoceses apoyado a su lado y, junto a los
soportales del antiguo Ayuntamiento, miró con calma la calle de los Arzobispos
que se abría ante ella hasta terminar en la Casa Ocejo.
Frente a ella, oxidado y cubierto
de grafitis, se alzaba un cañón, truncado en su base y clavado en el suelo a
modo de bolardo. Parece más un recuerdo que un objeto útil, pero conservaba la
solidez de lo que se ha mantenido en pie a lo largo del tiempo.
Recordó haber leído que en muchos
pueblos costeros reutilizaban viejos cañones para proteger calles y plazas.
Vestigios de un tiempo en que el mar traía tanto comercio como amenazas. Pensó
en los marineros de Comillas, en los barcos que partían y regresaban con el
Atlántico pegado al alma, en la necesidad de defensa cuando las costas no
siempre eran seguras. Y eso que la peregrina no sabe que en el puerto había
otros dos cañones que se utilizaban para amarrar los barcos. Hace años dejaron
de ser bolardos y recuperaron su porte mirando al mar abierto.
Le sorprendió sentir una mezcla
de abandono y resistencia en aquel objeto. Los grafitis lo habían ensuciado, pero
seguía allí, firme, convertido en parte del paisaje entre el Corro y la plaza
de la Constitución. Igual que los muros de piedra, igual que la iglesia.
La flecha amarilla pintada en la
pared cercana, la que le marcaba de nuevo el rumbo hacia Santiago le recuerda
que mañana hay que seguir. Guardó el móvil, recogió el paraguas y se levantó. Aquel
cañón ya no defendía a nadie, pero seguía cumpliendo función de mojón del
tiempo, recordatorio de que los caminos, los de mar, los de fe, los de piedra
siempre se cruzan en algún punto.
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