En una de esas tardes de veraneo
que nosotros estiramos como un chicle, el cielo, pintado de azul suave y nubes
doradas, caminábamos hacia las ruinas del castillo, entre los campos secos,
siguiendo el recuerdo de esas historias que leíamos en veranos de otros tiempos
en las novelas de Enid Blyton.
Allí estaba. Al final del
sendero, tras los matorrales dorados y el susurro de las cigarras, se alzaba la
vieja torre, orgullosa a pesar del abandono. Sus piedras, caldeadas por el sol,
guardaban cicatrices de batallas, de vigilias, de siglos de silencio
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