Santander fue la primera ciudad
que, a mediados del siglo XIX, anunció en los periódicos los baños de mar,
también llamados entonces baños de ola o de oleaje. El Sardinero fue la primera
playa de España a la que acudieron los miembros de las clases pudientes que
eran las que podían permitírselo. Fue la reina Isabel II quien inició la
costumbre aconsejada por los médicos, que veían muchos beneficios terapéuticos
en el agua de mar. La reina, que tenía una enfermedad de piel, comenzó por ir a
Barcelona y luego a San Sebastián, pero fue en Santander donde finalmente la
moda arraigó.
San Sebastián acabó ganándole la partida a Santander durante la minoría de Alfonso XIII, dado que su madre la reina regente María Cristina prefería la ciudad vasca por estar más próxima a Biarritz, localidad francesa donde veraneaba la realeza europea desde que la pusiera de moda la emperatriz Eugenia de Montijo.
La masificación de las playas
españolas, sobre todo con el turismo europeo, se produjo avanzada la segunda
mitad del siglo XX. A partir de entonces, las playas se convierten en escenario
de todo tipo de actividades, en un espacio muy versátil, más allá de bañarse, o
tomar el sol. Leer, mirar el mar, jugar al vóley, a las palas, a la petanca con
bolas de colores o a la pelota, hacer surf, pescar …. O hacerse un “De aquí a
la eternidad” a lo Burt Lancaster y Deborah Kerr
Si en los últimos lustros no hay
ciudad que no tenga su carrera popular dominical, allí tenemos en la playa a
los que las preparan, como si entrenaran para competir en los Juegos Olímpicos
de París 1924 al son de “Vangelis”.
Y ahora, muchas personas transforman la playa en
un gimnasio natural y abierto, donde el entorno se convierte en parte esencial
de la experiencia. Durante mi paseo de
todas las mañanas por la orilla, cada vez te encuentras a más personas que, con
la brisa marina acariciando sus rostros y el rumor de las olas de fondo,
practicaban yoga sobre la arena. Más allá, otras señoras hacían estiramientos,
ejercicios de respiración o sencillas rutinas de gimnasia. Algunas se movían en
silencio, concentrados; otros compartían sonrisas y saludos como si la playa se
hubiera convertido, por un rato, en un gimnasio al aire libre.
Te sientes atraído por ese
contraste entre la quietud de las posturas y la energía infinita del océano. El
sonido de las olas acompaña los movimientos y
la arena exige un equilibrio que obligan al cuerpo a trabajar de otra
manera. Ya lo dice María Eugenia: el lugar es perfecto para escuchar al propio
cuerpo, mientras la naturaleza te marca el compás.
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