Las bodas son acontecimientos peculiares. Se riza el rizo para superar en originalidad a la anterior boda a la que acudiste, para que sea el día más feliz de la vida de los novios. Da igual que el matrimonios luego dure un par de semanas o setenta y cinco años (esto es más difícil pues cada vez se casan más tarde).
El caso es que una mañana de playa nos comimos una boda al borde de la ría. Con marea alta el entorno extraordinario y la cala preciosa a la que solo puedes acceder desde el hotel donde se celebraba la unión. Pero no debieron caer en la cuenta de que a esas horas de este día la bajamar era extrema, que la ría se podía cruzar andando y que los bañistas, con sus bañadores y bikinis, se convirtieron en invitados inesperados. Ni siquiera nos podían decir eso de "si me queréis irse", pues no invadíamos ningún espacio privado. Bueno, una familia si, que se había instalado en la pequeña ensenada con su hamacas y toallas, y a las que una de la organización instó a ocultarse tras unas barcas y unas piedras pues salían en el encuadre de algunas fotos y del vídeo del acontecimiento.
Si buscaban originalidad, lo consiguieron.
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