Sobre las callejuelas empedradas
de Santillana del Mar, los balcones, firmes y generosos, muestran la elegancia
de la arquitectura cántabra. Colgados de las barandillas, los claveles de aire,
los tiestos y macetas aportan un aire fresco y vivo, suavizando la sobriedad de
la piedra y la madera, y manifestando que, por muy turística y masificada que
esté la villa de las tres mentiras, en cada casa late todavía un rincón de
intimidad doméstica.
Desde uno de los balcones, una
mujer se asoma a la calle. Observa a los visitantes que recorren el pueblo con
la calma de quien está en su casa. En la calle es constante el murmullo de
pasos sobre el empedrado, el trajín de las tiendas, de los restaurantes y
hoteles que dan vida al casco histórico. Arriba, en cambio, reina la serenidad:
los balcones son miradores discretos, espacios a medio camino entre la
intimidad de la casa y la curiosidad por la calle.
La escena se repite a diario,
como un cuadro costumbrista que define a Santillana del Mar. Refleja la vida
pausada del pueblo: los comercios abiertos en las plantas bajas, el murmullo de
pasos sobre el empedrado, la convivencia entre quienes llegan de paso y quienes
habitan allí todo el año.
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