Sobre la mesa descansaba una
corona de ramas verdes adornada con cintas rojas y pequeñas piñas. Cuatro velas
solemnes esperan ser encendidas, aunque solo una lo será
El padre encendió la primera
vela, cuya luz vacilante rompió la oscuridad. “Esta es la vela de la
esperanza”, dijo, mientras los niños, fascinados, contemplaban la llama que
parecía bailar al ritmo de un villancico.
La madre tomó la mano del más
pequeño y, con una sonrisa cálida, comenzó una oración sencilla. Cada palabra
llenaba el aire con una sensación de calma y promesa, como si la llama
susurrara que algo grande estaba por llegar.
Fuera, la noche de diciembre era
fría y oscura, pero en aquel hogar, la luz de la primera vela iluminaba más que
la habitación: encendía los corazones. Era el comienzo de una tradición, un
tiempo para esperar, compartir y creer.
El primer domingo de Adviento no
era solo una fecha; es un suspiro
cargado de esperanza, un recordatorio de que incluso en la oscuridad más
profunda, la luz siempre se impone.
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