De Calatañazor ya hemos enviado
muchas postales de otros veranos. Ahí sigue, porque Calatañazor no es un
decorado: es un pueblo vivo que ha sabido conservar su alma. Aquí no hace falta
imaginar el pasado porque nunca se ha ido del todo.
Las calles son de piedra,
estrechas y empinadas se deslizan entre
casas de adobe, madera y piedra, muchas con tejados combados por el peso de los
inviernos sorianos. Las chimeneas cónicas, de formas curiosas, parecen salidas
de un cuento antiguo. Las puertas bajas, los balcones de madera y las vigas al
descubierto cuentan sin hablar historias de una vida sencilla, austera, pero
también dura.
En lo más alto, dominando el
caserío, se levantan las ruinas del castillo. Sus muros, hoy gastados por el
viento, recuerdan su papel como vigía en tiempos convulsos, cuando los reinos
cristianos y musulmanes disputaban estas tierras. Desde allí, la vista es
asombrosa: se extiende el Valle de la Sangre, llamado así por la legendaria
batalla en la que, según la tradición, Almanzor fue derrotado. "En
Calatañazor perdió Almanzor el tambor", reza el dicho popular.
A un lado del pueblo se alza la
iglesia románica de San Juan Bautista, sobria y hermosa en su sencillez. Sus
muros parecen proteger más que encerrar, y en su interior se respira esa
atmósfera recogida de los templos rurales, donde el tiempo parece suspenderse.
Cerca, al borde del barranco, algunos bancos invitan al descanso, y uno puede
quedarse allí, en silencio, oyendo solo el viento y el rumor lejano del río
Abión, desde donde hemos llegado, a su paso por Muriel de la Fuente, tras un
helador baño.