El bosque amanecía envuelto en un
silencio frío cuando dos jóvenes aparecieron en un claro cargando objetos que
no pertenecían a aquel lugar: un teclado rojo, una guitarra brillante y dos
pequeños amplificadores que rompían la lógica de cualquier paseo entre los
pinos. Colocaron una manta sobre la hierba y prepararon un escenario bajo la
copa de un pino viejo, cuyos brazos nudosos parecían curvarse para escuchar
mejor cuando sonaron las primeras notas.
Un señor apareció entre los matorrales con una cesta en busca de setas en un otoño no muy dispuesto a ofrecerlas. Al ver a los músicos, se detuvo. No dijo palabra. Tampoco los músicos interrumpieron el hechizo. Simplemente se miraron, y en aquel instante pareció que los tres compartían un pacto: el bosque tenía derecho a la música, y él había llegado para atestiguar lo que estaba sucediendo.
El buscador de setas sonrió, inclinó la cabeza a modo de saludo y, sin romper la magia, continuo su camino, sin hacer ruido, siguiendo rutas que sólo los seteros de siempre conocen.
Cuando un último acorde se
desvaneció entre los árboles, el encantamiento desapareció, pero en el aire
quedó flotando la sensación de que, en ese rincón del bosque, algo imposible
había ocurrido con absoluta normalidad.
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