Zaragoza es una ciudad que sabe guardar secretos entre sus
calles. Hay rincones donde el tiempo parece detenerse, como si el pasado y el
presente se dieran la mano en un pacto silencioso, con un brillo atemporal que
no se apaga, incluso con los cambios de los siglos. La entrada a Montal es uno
de esos lugares, en la plaza de San Felipe, lugar que también ayuda.
No es la plaza más grande ni la más famosa, pero exuda una
armonía que parece no haber cambiado con el paso del tiempo. El conjunto
arquitectónico que la rodea, con sus edificios de siglos pasados, se mezcla
perfectamente con el bullicio suave de los transeúntes y el murmullo de las
terrazas del propio Montal, de Doña Hipólita o del Planta Calle. En el centro,
la iglesia de San Felipe, con su elegante fachada barroca, se erige como un
faro silencioso que da equilibrio al espacio en donde falta la Torre Nueva.
Todo parece encajar, como si la plaza hubiera sido diseñada
para equilibrar el caos de la ciudad con la paz que a veces necesitamos para
respirar.
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