En una pequeña taberna junto a los verdes valles del norte, dos viajeros se sientan frente a una mesa de roble antiguo, el aire lleno del aroma de platos tradicionales. El primero, un asturiano orgulloso, hablaba con entusiasmo de la fabada. A su lado, un cántabro le respondía con una sonrisa mientras miraba su plato de cocido montañés.
Ambos levantaron sus cucharas, orgullosos. La fabada, espesa y contundente, cantaba con el ahumado del embutido. El cocido montañés, robusto y verde por la berza, hablaba de la fuerza de la tierra. Ninguno de los dos dio su brazo a torcer, porque en el fondo sabían que, más allá de la competencia amistosa, cada plato era una celebración de lo suyo, de las raíces que les unía
Al final, brindaron con sidra y
orujo. "A nuestras tierras", dijeron al unísono. Porque, aunque sus guisos
fueran distintos, el amor por la tierra no se negocia.
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