En la costa cantábrica dispones
de la energía infinita de las grandes playas y la tranquilidad íntima de las
pequeñas calas, dos lados del mismo océano. El verano trae consigo esa disyuntiva
para pasar la mañana.
Hay quien defiende las playas
amplias, como la de Comillas, Oyambre o el Merón. Mirar el horizonte, poder
correr, andar,surfear, jugar a las palas, hacer castillos de arena y sentirse
parte de algo inmenso. Conectar con el mar en su totalidad, sin límites. Y si
controlas el flujo de las mareas pasar hors y horas con la sombrilla en el
mismo sitio.
Y están para quienes las pequeñas
calas son un refugio. Cada una es como un secreto bien guardado entre las
rocas. No necesitan de espacio infinito, todo está más cerca y cada rincón es
solo para ellos.
Las calas tienen su encanto, pero
en la playa sientes el pulso del mundo. Las olas te desafían, y la inmensidad
te hace sentir que eres parte de algo más grande. En las calas, el mar te
susurra que te detengas, que lo escuches, que te sientes y respiras.
No hay una respuesta correcta.
Algunas veces, el alma necesitaba el espacio abierto y salvaje de una playa
inmensa, y otras, buscar la intimidad de una cala escondida…
Pero como toque pleamar en las
horas centrales del día, esas que te invitan a pasarlas en la playa, las olas
cubren la mayor parte de esas calas patrocinadas y reivindicadas por los
vendedores de momentos mágicos en plataformas, suplementos dominicales y redes
sociales; el personal, con su toallas y sombrillas se amontonan en los rincones
libres, equiparando la ocupación del metro cuadrado de arena a cualquier lugar
del Mediterraneo. Y como te descuides te dejan sin cala y sin salida. Por lo
que… para cuatro días… danos playas para andar y jugar.