Mientras los árboles se mecían al
compás del viento y los rayos del sol bailaban sobre el césped, allí, bajo la
sombra de un frondoso plátano, se sentaba un guitarrista solitario.
Sus ojos se pierden en el
monumento de la plaza a unas horas en las que solo pasean cuidadoras de
ancianos en sillas de ruedas y acompañantes de perros con necesidades.
Perdido en su mundo de melodías y
recuerdos de canciones que enlaza en su mente presto a volverlas a tocar. Para
él, la plaza no era solo un lugar de paso, sino un escenario donde las
emociones se convierten en música. Y así, día tras día, el guitarrista en la
plaza sigue tejiendo su hechizo, regalando momentos de belleza efímera a
aquellos que se detenían a escuchar, recordándoles que incluso en medio del
caos más ruidoso, siempre hay espacio para la calma y la contemplación.
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