El sonido de la gaita resonaba en el aire, una melodía que se perdía entre las montañas y el murmullo del mar. La fiesta en la plaza había comenzado y los gaiteros, con sus trajes tradicionales, se alineaban orgullosos, llenando de vida el pequeño pueblo asturiano. El eco de las notas parecía entrelazarse con el aroma del campo, creando una sinfonía ancestral.
Frente a ellos, los escanciadores
iniciaban su propio ritual. Las botellas de sidra descansaban en sus manos,
inclinándose con maestría mientras el líquido dorado caía desde lo alto, como
si el mismo cielo lloviera sobre los vasos. Cada chorro de sidra dibujaba en el
aire una danza perfecta, con precisión y arte, justo como la música que
acompañaba el momento.
La gente reía y brindaba. Los
gaiteros aceleraban el ritmo, y los escanciadores respondían, vertiendo más
sidra con cada giro de la melodía en una coreografía compartida.
Como no se nos va a quedar lo de “Sidra
el Gaitero famosa en el mundo entero”.
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